
Hablemos de dinero. Una frase directa y concisa, pero cada vez que tenemos que pronunciarla entramos en un pequeño pánico. ¿Perderé al cliente?¿Le pasarán el proyecto a otro creativo? ¿Me están ofreciendo un trato justo? ¿Podría haber pedido más? Parece que continuamente lanzamos los dados y cruzamos los dedos para saber cuál será nuestra suerte efectiva.
Es algo colectivo y totalmente arraigado: parece que la producción cultural debe ir sujeta a una predisposición por la que vivir de ello dignamente no tenga que estar vinculado, lo que acaba provocándonos constantes malabares para la supervivencia, auténticas gincanas matemáticas y fiscales para poder llevar a cabo una profesión y no morir en el intento. Quedaos con estas últimas palabras, porque volveremos a ellas.
No olvidemos que no todo el mundo partimos desde el mismo estrato social. No es lo mismo crear sin miedo a tener facturas que pagar que crear porque necesitas cambiar tus herramientas de trabajo y así poder seguir trabajando. Ahí es donde la presión por el triunfo y la necesidad de una buena obra llega a crear dudas, donde aparece el síndrome del impostor y la temida ansiedad. Muy diferente es disponer de un colchón económico, tejer una red de contactos por la que otros profesionales (o no) del sector pueden proporcionarte propuestas remuneradas y formar parte del campo de visión de quien contrata –visibilidad real–, donde son imprescindibles las habilidades (o suerte) específicas de networking. Parece una pescadilla que se muerde en la cola que casi siempre desemboca en el sentimiento de culpabilidad. ¿Lo conseguiré?
En la mayoría de los casos, los profesionales de la ilustración, aparte de por el tiempo empleado en realizar el producto final, deberíamos cobrar por el tipo de formación y experiencia adquirida para poder resolver las diferentes problemáticas que ofrecen los proyectos de forma eficaz. Además, en muchos casos, se cuenta con ventanas reducidas de tiempo por una mala gestión de la producción de quien contrata que, a su vez, es un problema que corre en paralelo con el desconocimiento del sector, por lo que la dificultad de realizar proyectos con resultado óptimos se incrementa. Por otro lado, siempre se olvida que la inmediatez y trabajar fuera de horarios habituales se paga. Recordad que en la máxima entre bueno, barato y rápido solo es posible que convivan dos de tres. Aquí entra también en juego nuestra individualidad. Cada vez se nos exige un mayor todo en uno: lettering, animación, ilustración, maquetación… Pongamos un ejemplo claro: un médico generalista puede atender un dolor ¿pero no sería mejor buscar un especialista para resultados óptimos? Lo mismo sucede con la ilustración. Con nuestro afán de ser profesionales más deseables intentamos ser artistas multidisciplinares y, en muchas ocasiones, lo conseguimos, pero sin una especialización y, no nos equivoquemos, este camino es totalmente lícito, pero mi pregunta es ¿nos han pagado por cada trabajo que hemos realizado que necesita conocimientos específicos o hemos abaratado la producción desde nuestro bando?
Hablando en términos de producción, no solo debemos calendarizar la producción sujeta a encargos, sino que con las redes sociales nos hemos convertido en herramientas de marketing esperando ser virales con una continua necesidad de encontrar imágenes que sean hits de los diferentes eventos para que nuestra cuenta sea relevante para ser compartida y, así, encontrar clientes potenciales. ¿Esto nos hace trabajar para terceros? Es cierto que existen plataformas para reclamar el pago por el uso de nuestras creaciones pero siempre queda la sensación de que no están lo fiscalizadas que deberían, lo mismo que sucede con las editoriales o, en general, con un gran número de clientes: ¿quién controla a quien controla nuestras imágenes? Aquí toca abrir otro gran melón: nuestra falta de herramientas cuando salimos a un mercado laboral cuyo lenguaje técnico nos es totalmente desconocido. ¿Qué son los adelantos? ¿Cómo funcionan los royalties? ¿Qué son las cesiones de derechos? No nos olvidemos, a pesar de la lírica y mitos que hay alrededor de la figura de los ilustradores, como hemos comentado anteriormente, trabajamos para generar ingresos, aunque no nos consideran parte del PIB (Producto Interior Bruto) y no tengamos actividad económica. Recordad que para el IAE (Índice de Actividades Económicas) todos somos ceramistas, pintores y similares. Es una maravillosa manera de invisibilizar al sector, ayudado en gran medida por nuestra incapacidad (por peligro de multa) de establecer tarifas, al no tratarse de una actividad colegiada. Así, nos dejan totalmente a la merced de nuestra capacidad de hablar como colectivo. Recordemos, no solo contamos con responsabilidad social en lo que ilustramos y cómo lo ilustramos, sino también en cómo mejoramos las condiciones de nuestro gremio. El bien común nos beneficia y no solo mejoraremos nuestra forma de vida, sino también los resultados de los proyectos, porque seamos realistas ¿realmente se cogerían cuatro o cinco trabajos si con dos pudiera tener un sueldo digno?
Desde luego si obtuviéramos mejores pagos, no solo en cantidad sino también en la forma y tiempo (anticipos, cumplimiento de la ley en los plazos de las facturas), se traduciría en una mejor redistribución del trabajo, dando oportunidades a más profesionales. Además, el ámbito jurídico al que nos enfrentamos, el desconocimiento de prácticas adecuadas o la imperiosa necesidad de sobrevivir puede desembocar en problemáticas mayores de las que en la mayoría de las ocasiones no existe una regulación y todo son lagunas como nos está ocurriendo ahora mismo con los NFT. Aquí podemos retomar el problema de clase. La riqueza inmediata no existe, la especulación sin un apoyo económico real detrás puede generar mayores problemas que soluciones.
Desde luego, la globalización nos ha traído un acceso rápido a una enorme cantidad de contenido, mucho de él sin filtrar cuando hablamos de calidades profesionales, lo que en parte ayuda a seguir creciendo como creativos si contamos con cierta capacidad de autocrítica, dando la sensación de que el control que tenemos sobre lo que consumimos es mayor que nunca. Pero ¿y si esto fuera un espejismo? Las redes sociales no son páginas web. El consejo que escucho continuamente de profesionales con grandes trayectorias es, precisamente, que por mucho que tengamos Instagram o similares, no deja de ser un portfolio controlado por otros. No nos olvidemos de tener webs propias. Es cierto que después influyen numerosos factores en el posicionamiento, pero creo que es interesante contar con profesionales que nos la pongan en marcha. Es otra manera de hacer fluir la economía: invertir en nosotros mismos.
Puede que de manera inmediata no se vea la recompensa de adquirir una herramienta más de trabajo, como podría ser un ordenador o una tableta gráfica, pero a la larga ayuda al encuentro de futuros trabajos y nos hace ganar tiempo. Vuelvo a recordar que lo que se negocia a la hora de tarificar proyectos es nuestro tiempo y conocimientos, por lo que es importante el control que tenemos de nuestros portfolios, porque aquí viene otra sorpresa: con Internet se puede contar con profesionales de cualquier lugar para realizar proyectos sin importar el país, pero ¿y si los criterios usados para elegir a un profesional u otro no fuera la idónea adaptación del estilo o forma de trabajar, sino lo barato que se pueda conseguir el producto? De igual manera que tenemos la capacidad de llegar a nuevos mercados con mejores pagos, que influyen en lo económico para conocer la valía de lo que producimos, los clientes pueden buscar lugares donde el poder adquisitivo difiera de lo que llamaremos ingreso mínimo vital ilustrado. Hay que pagar autónomos, Internet, luz, hardware, software y materiales para poder llevar a cabo lo solicitado para empezar, porque después debemos tener capacidad de cubrir nuestras necesidades de vida. Si esto no lo cumplimos algo no está funcionando en el sistema.
Aquí retomamos lo del triunfo. Todo el mundo, independientemente de dónde parte socialmente, debería poder tener la capacidad de desarrollar su visión, por una simple razón: no puede estar normalizado solo el triunfo de los que no deben preocuparse por sobrevivir. Debemos tener referentes amplios, historias diversas, no solo de aquellos que ya disponían del networking, las conexiones o el colchón económico necesario para poder mostrar su estilo. ¿Es esto posible? No olvidemos que hay muchas maneras de legitimar a los ilustradores, tanto desde el ámbito de lo institucional, lo público, como en el ámbito de lo privado, los seguidores, las marcas. Esta parte del sistema también debe sustentar la responsabilidad social comentada anteriormente. Si no eres la solución, eres parte del problema y la única manera factible de que esto comience a ser una realidad es que todo sea transversal, que las oportunidades existan en todos los estratos. No solo en los puestos de dirección –aunque estos siempre deben dar ejemplo–, dejando de estar copados por privilegios.
El grado de profesionalización debe empezar desde la educación visual dándole la importancia que merece desde los inicios del aprendizaje. Esto le otorgaría un valor real y, por lo tanto, un mayor aprecio por lo que sucede en nuestro gremio aunque no formes parte de él. Si algo demostró la pandemia es que todos consumimos audiovisual, libros, ilustración… Lo que debe cambiar es dónde situamos a quien crea. ¿Por qué seguimos con la precariedad de la crisis de 2008 si las ventas de libros han subido un 25%? No es posible que el golpe lo reciban siempre los mismos. Equilibrio y respeto, eso es lo que necesitamos reclamar si no queremos llevar a cabo una profesión y no morir en el intento.Tras estas pinceladas de lo que muy posiblemente sea nuestro día a día, me gustaría acabar con una invitación a la reflexión con un pequeño extracto del libro ‘La muerte del artista’ de William Deresiewicz.
“El arte heredó el papel de la fe, convirtiéndose en una especie de religión secular para las clases progresistas, el lugar al que la gente acudía para satisfacer sus necesidades espirituales: de significado, orientación, de trascendencia. Como la religión antes, el arte era considerado superior a las cosas mundanas. No se puede servir al mismo tiempo a Dios y al dinero”
“Lo mismo que sucedió con el arte, pasó con los artistas, los nuevos sacerdotes y profetas. Fue la modernidad la que nos proporcionó al bohemio, al artista hambriento y al genio solitario; vocación monacal y de elección espiritual. La pobreza artística se veía como algo glamuroso, un signo externo de pureza interior”
